Homilía del Papa Juan Pablo II por el Jubileo de los Catequistas
Llevar a los hombres a Cristo
1. "Preparad el camino del Señor, allanad sus
senderos" (Lc 3, 4). Con estas palabras se dirige hoy a nosotros
Juan el Bautista. Su figura ascética encarna, en cierto sentido, el significado
de este tiempo de espera y de preparación para la venida del Señor. En el
desierto de Judá proclama que ya ha llegado el tiempo del cumplimiento de las
promesas y el reino de Dios está cerca. Por eso, es preciso abandonar con
urgencia las sendas del pecado y creer en el Evangelio (cf. Mc 1, 15).
¿Qué figura podía ser más adecuada que la de Juan
Bautista para vuestro jubileo, amadísimos catequistas y profesores de religión
católica? A todos vosotros, que habéis venido desde diversos países, en
representación de numerosas Iglesias particulares, dirijo mi afectuoso saludo.
Agradezco al señor cardenal Darío Castrillón Hoyos, prefecto de la Congregación
para el clero, y a vuestros dos representantes, las amables palabras que, al
comienzo de esta celebración, me han dirigido en nombre de todos vosotros.
2. En el Bautista encontráis hoy los rasgos
fundamentales de vuestro servicio eclesial. Al confrontaros con él, os
sentís animados a realizar una verificación de la misión que la Iglesia os
confía. ¿Quién es Juan Bautista? Es, ante todo, un creyente comprometido
personalmente en un exigente camino espiritual, fundado en la escucha
atenta y constante de la palabra de salvación. Además, testimonia un
estilo de vida desprendido y pobre; demuestra gran valentía al
proclamar a todos la voluntad de Dios, hasta sus últimas consecuencias. No
cede a la tentación fácil de desempeñar un papel destacado, sino que, con
humildad, se abaja a sí mismo para enaltecer a Jesús.
Como Juan Bautista, también el catequista está llamado
a indicar en Jesús al Mesías esperado, al Cristo. Tiene como misión invitar
a fijar la mirada en Jesús y a seguirlo, porque sólo él es el Maestro, el
Señor, el Salvador. Como el Precursor, el catequista no debe enaltecerse a
sí mismo, sino a Cristo. Todo está orientado a él: a su venida, a su presencia
y a su misterio.
El catequista debe ser voz que remite a la Palabra,
amigo que guía hacia el Esposo. Y, sin embargo, como Juan, también él es, en
cierto sentido, indispensable, porque la experiencia de fe necesita siempre
un mediador, que sea al mismo tiempo testigo. ¿Quién de nosotros no da gracias
al Señor por un valioso catequista -sacerdote, religioso, religiosa o laico-,
de quien se siente deudor por la primera exposición orgánica y comprometedora
del misterio cristiano?
3. Vuestra labor, queridos catequistas y profesores de
religión, es muy necesaria y exige vuestra fidelidad constante a Cristo y a la
Iglesia. En efecto, todos los fieles tienen derecho a recibir de quienes, por
oficio o por mandato, son responsables de la catequesis y de la predicación respuestas
no subjetivas, sino conformes al Magisterio constante de la Iglesia y a la
fe enseñada desde siempre autorizadamente por cuantos han sido constituidos
maestros y vivida de modo ejemplar por los santos.
A este propósito, quisiera recordar aquí la importante exhortación apostólica Quinque iam anni, que el siervo de Dios Papa Pablo VI dirigió al Episcopado católico cinco años después del concilio Vaticano II, es decir, hace treinta años, exactamente el 8 de diciembre de 1970. Él, el Papa, denunciaba la peligrosa tendencia a construir, partiendo de datos psicológicos y sociológicos, un cristianismo desligado de la Tradición ininterrumpida que le une a la fe de los Apóstoles (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de enero de 1971, p. 2). Queridos hermanos, también a vosotros os corresponde colaborar con los obispos a fin de que el esfuerzo necesario para hacer que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo comprendan el mensaje no traicione jamás la verdad y la continuidad de la doctrina de la fe (cf. ib., p. 3).
A este propósito, quisiera recordar aquí la importante exhortación apostólica Quinque iam anni, que el siervo de Dios Papa Pablo VI dirigió al Episcopado católico cinco años después del concilio Vaticano II, es decir, hace treinta años, exactamente el 8 de diciembre de 1970. Él, el Papa, denunciaba la peligrosa tendencia a construir, partiendo de datos psicológicos y sociológicos, un cristianismo desligado de la Tradición ininterrumpida que le une a la fe de los Apóstoles (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de enero de 1971, p. 2). Queridos hermanos, también a vosotros os corresponde colaborar con los obispos a fin de que el esfuerzo necesario para hacer que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo comprendan el mensaje no traicione jamás la verdad y la continuidad de la doctrina de la fe (cf. ib., p. 3).
Pero no basta el conocimiento intelectual de Cristo y
de su Evangelio. En efecto, creer en él significa seguirlo. Por eso
debemos ir a la escuela de los Apóstoles, de los confesores de la
fe, de los santos y de las santas de todos los tiempos, que han
contribuido a difundir y hacer amar el nombre de Cristo, mediante el
testimonio de una vida entregada generosa y gozosamente por él y por los
hermanos.
4. A este respecto, el pasaje evangélico de hoy nos
invita a un esmerado examen de conciencia. San Lucas habla de "allanar los
senderos", "elevar los valles", "abajar los montes y
colinas", para que todo hombre vea la salvación de Dios (cf. Lc 3,
4-6). Esos "valles que deben elevarse" nos hacen pensar en la
separación, que se constata en algunos, entre la fe que profesan y la vida
que viven diariamente: el Concilio consideró esta separación como "uno de
los errores más graves de nuestro tiempo" (Gaudium et spes, 43).
Los "senderos que deben allanarse" evocan,
además, la condición de algunos creyentes que, del patrimonio integral e
inmutable de la fe, cortan elementos subjetivamente elegidos, tal vez a
la luz de la mentalidad dominante, y se alejan del camino recto de la
espiritualidad evangélica para tener como referencia vagos valores inspirados
en un moralismo convencional e irenista. En realidad, aun viviendo en una
sociedad multiétnica y multirreligiosa, el cristiano no puede menos de sentir la
urgencia del mandato misionero que impulsó a san Pablo a exclamar: "¡Ay de
mí si no anunciara el Evangelio!" (1 Co 9, 16). En todas las
circunstancias, en todos los ambientes, favorables o desfavorables, hay que
proponer con valentía el evangelio de Cristo, anuncio de felicidad para todas
las personas, de cualquier edad, condición, cultura y nación.
5. La Iglesia, consciente de ello, en los últimos
decenios ha puesto mayor empeño aún en la renovación de la catequesis
según las enseñanzas y el espíritu del concilio Vaticano II. Basta mencionar
aquí algunas importantes iniciativas eclesiales, entre las que figuran las
Asambleas del Sínodo de los obispos, especialmente la de 1974 dedicada a la
evangelización; y también los diversos documentos de la Santa Sede y de los
Episcopados, editados durante estos decenios. Un lugar especial ocupa,
naturalmente, el Catecismo de la Iglesia católica, publicado en 1992, al
que siguió, hace tres años, una nueva redacción del Directorio general para
la catequesis. Esta abundancia de acontecimientos y documentos testimonia
la solicitud de la Iglesia que, al entrar en el tercer milenio, se siente
impulsada por el Señor a comprometerse con renovado impulso en el anuncio del
mensaje evangélico.
6. La misión catequística de la Iglesia tiene ante sí
importantes objetivos. Los Episcopados están preparando los catecismos
nacionales, que, a la luz del Catecismo de la Iglesia católica,
presentarán la síntesis orgánica de la fe de modo adecuado a las
"diferencias de culturas, de edades, de la vida espiritual, de situaciones
sociales y eclesiales de aquellos a quienes se dirige la catequesis" (Catecismo
de la Iglesia católica, n. 24). Un anhelo sube del corazón y se convierte
en oración: que el mensaje cristiano, íntegro y universal, impregne todos
los ámbitos y niveles de cultura y de responsabilidad social. Y que, en
particular, según una gloriosa tradición, se traduzca en el lenguaje del
arte y de la comunicación social, para que llegue a los ambientes humanos
más diversos.
En este momento solemne, con gran afecto os animo a
vosotros, comprometidos en las diversas modalidades catequísticas: desde la catequesis
parroquial, que, en cierto sentido, es levadura de todas las demás, hasta
la catequesis familiar y la que se imparte en las escuelas católicas,
en las asociaciones, en los movimientos y en las nuevas comunidades
eclesiales. La experiencia enseña que la calidad de la acción catequística
depende en gran medida de la presencia pastoralmente solícita y afectuosa de
los sacerdotes. Queridos presbíteros, en particular vosotros, queridos
párrocos, que no falte vuestra diligente laboriosidad en los itinerarios de
iniciación cristiana y en la formación de los catequistas. Estad cerca de
ellos, acompañadlos. Es un servicio muy importante que la Iglesia os pide.
7. "Siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio" (Flp 1, 4-5). Amadísimos hermanos y hermanas, de buen grado hago mías las palabras del apóstol san Pablo, que la liturgia de hoy vuelve a proponer, y os digo: vosotros, catequistas de todas las edades y condiciones, estáis siempre presentes en mis oraciones, y el recuerdo de vosotros, comprometidos en la difusión del Evangelio en todo el mundo y en todas las situaciones sociales, es para mí motivo de consuelo y esperanza. Junto con vosotros deseo hoy rendir homenaje a vuestros numerosos compañeros que han pagado con todo tipo de sufrimientos, y a menudo también con la vida, su fidelidad al Evangelio y a las comunidades a las que fueron enviados. Quiera Dios que su ejemplo sea estímulo y aliento para cada uno de vosotros.
7. "Siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio" (Flp 1, 4-5). Amadísimos hermanos y hermanas, de buen grado hago mías las palabras del apóstol san Pablo, que la liturgia de hoy vuelve a proponer, y os digo: vosotros, catequistas de todas las edades y condiciones, estáis siempre presentes en mis oraciones, y el recuerdo de vosotros, comprometidos en la difusión del Evangelio en todo el mundo y en todas las situaciones sociales, es para mí motivo de consuelo y esperanza. Junto con vosotros deseo hoy rendir homenaje a vuestros numerosos compañeros que han pagado con todo tipo de sufrimientos, y a menudo también con la vida, su fidelidad al Evangelio y a las comunidades a las que fueron enviados. Quiera Dios que su ejemplo sea estímulo y aliento para cada uno de vosotros.
"Todos verán la salvación de Dios" (Lc
3, 6), así proclamaba en el desierto Juan el Bautista, anunciando la plenitud
de los tiempos. Hagamos nuestro este grito de esperanza, celebrando el jubileo
del bimilenario de la Encarnación. Ojalá que todos vean en Cristo la
salvación de Dios. Para eso, deben encontrarlo, conocerlo y seguirlo.
Queridos hermanos, esta es la misión de la Iglesia; esta es vuestra misión. El
Papa os dice: ¡Id! Como el Bautista, preparad el camino del Señor
que viene.
Os guíe y asista María santísima, la Virgen del
Adviento, la Estrella de la nueva evangelización. Sed dóciles, como ella, a la
palabra divina, y que su Magníficat os impulse a la alabanza y a la
valentía profética. Así, también gracias a vosotros, se realizarán las palabras
del Evangelio: "Todos verán la salvación de Dios".
¡Alabado sea Jesucristo!
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